Revista Virtual de Arte y Literatura ARLEQUIN 3

jueves

Art & Literatura


Torturadora de muñecas

Por Eve Gil
(Para Ana Clavel, Premio Internacional de Novela Corta Juan Rulfo 2005)

La mente del artista es un bosque encantado, uno de los misterios más intrincados y fascinantes hasta para el artista mismo, quien raras veces logrará discernir si ese perpetuo vértigo de vivir en el límite de la razón y la locura, “un sueño hecho realidad”, diría Carl G. Jung, es un don o un castigo. Uno de los casos más extremos es el de la narradora alemana Unica Zürn, que no tuvo empacho en ofrendar la cordura al arte. Sus comentaristas hacen mucho énfasis en la siniestra alegría con que se dejó raptar por las ninfas desde la más tierna infancia según se aprecia en su dolorosa autobiografía Primavera sombría (Siruela, 2005, Traducción de Ana María de la Fuente), de tal suerte que ella misma dirá:
“Si alguien le hubiera dicho que habría de volverse loca para tener estas alucinaciones, en especial la última, no habría tenido inconveniente en enloquecer. Sigue siendo lo más asombroso que he vivido nunca.” (“El hombre jazmín”).
Nacida en Berlín el 6 de julio de 1916, hija de un cazador de objetos exóticos en África que habría de heredarle esa fijación vital, a esta mujer rubia, alta y de extraordinaria belleza le tocó vivir una realidad que su obra refleja apenas en chispazos, como este fragmento del cuento “Léonel, árbitro de la suerte”: “Los telegramas de la bolsa le pegan como piedras de molino. Le aplastan el cuerpo, exprimiéndole toda la alegría. Y es que dondequiera que va ocurre algo parecido. En todas partes se le recibe con temor y el consabido grito de “¡Un telegrama!” lo persigue (…)” El horror de la Segunda Guerra, que signó la obra de los contemporáneos de Unica tales como Paul Celan o Heinrich Böll, es perceptible bajo una pátina de infantil desasosiego donde el espanto se manifiesta con extraordinaria belleza y amabilidad como en el sublime “El encantamiento”, donde la señorita Milli, una humilde costurera, se transforma en uno de sus maniquíes sin cara a raíz de una violación, experiencia con la que Unica está dolorosamente familiarizada. Estos y otros treinta y nueve relatos cortos componen el volumen El trapecio del destino (Siruela, 2004, traducción del alemán, Ana María de la Fuente), la segunda obra traducida al español de esta autora. En la primera, Primavera sombría, donde nos habla de la niña que fue en segunda persona, revela una serie de circunstancias que nos hacen ver que la herida de la Segunda Guerra no es sino una prolongación de la que ya cargaba desde la infancia, cuando tortura y descuartiza en forma cruenta la hermosa muñeca que acaba de regalarle la amante de su padre y es víctima de estupro a manos de su hermano mayor. Desde la escritura de este texto tan hermoso como terrible, se perfila el trágico destino de la autora que ya a los ocho años consideró seriamente la idea de arrojarse al vacío: “¿Habrá en el mundo alguna persona que sea feliz? ¿Cuántos serán los que, en todo el mundo, estén ahora junto a una ventana pensando en arrojarse al vacío? (...) Saca del armario su pijama más bonito y se lo pone. Se mira al espejo por última vez. Imagina el golpe que su cuerpo dará en el suelo y las manchas de tierra y de sangre que habrá en el pijama (...) Le gustaría que la gente la admirase, que nunca nadie hubiera visto a una niña muerta más hermosa que ella.”Pese a ser virtualmente desconocida o, en el mejor de los casos, conocida como esposa y musa del desconcertante escultor surrealista Hans Bellmer (1895-1975), que tenía fijación por las muñecas grotescamente mutiladas, Unica Zürn fue admirada, reverenciada por Man Ray, Max Ernst, Jean Arp y Henry Michaux, en quien se inspiró para “El hombre jazmín”. “Leyó a fondo todos sus escritos teóricos y le impresionó especialmente la poesía del inconsciente de Michaux —señala Cecilia Dreymüller, prologuista de la edición española de El trapecio…— Ahí encontraba ese espacio intermedio entre los sueños y pensamiento asociativo que desarrollaría en su obra.” Los destinos de Unica y Bellmer confluyeron en París, en 1953, y si bien se trató de una relación tortuosa, Unica recorrió de la mano de su verdugo subliminal el camino sembrado de brasas ardientes que culmina en la perfección, convirtiéndose en una consumada poeta según lo demuestra en el precioso libro Hexentexte, o “Textos de la hechicera”, compuesto de cien anagramas y diez dibujos de la propia Unica. Lejos de inhibir sus impulsos artísticos, Bellmer la impulsó a escribir y a dibujar, básicamente retratos dentro de la misma corriente surrealista, faceta en la que la autora denota también una aterradora fantasía que la ha vuelto codiciable entre los coleccionistas de arte. Se le exhibe a perpetuidad en la Galería Ubu de Nueva York.Harto inquietante resulta el dato de que Unica no empezó a escribir prosa sino hasta después del primer brote esquizofrénico que disparó su imaginación a alturas insospechadas, pues anteriormente sólo había escrito poesía y periodismo. De algún modo, Unica, cuerpo torturado en la terrorífica imaginación de su marido que hizo de ella un fetiche, una muñeca viviente que naufraga entre mutilados miembros de porcelana —elaboró de hecho dos pavorosas muñecas con la cara y el cuerpo de su musa—se apropió de una dimensión mágica e infrahumana donde el asombro es un árbol petrificado. Leerla me ha hecho recobrar la infantil excitación ante la nocturna promesa de “un cuento” pues los de Unica poseen esa muy perversa inocencia de las narraciones de la antigua tradición europea (pienso concretamente en los Hermanos Grimm). Tanto sus cuentos como sus dibujos coinciden con las obsesiones que se perfilan en los cuentos de hadas: el padre exótico, la madre impura y los rituales oníricos: “Dejó de llover y hasta asomó la luna que reluce entre las nubes. Los árboles tienen sombras alargadas. De una de estas sombras sale el lobo flaco y largo. Veo que se para, alarga el cuello y se queda quieto, como si fuera de piedra. Como un perro abandonado que se ha vuelto malo, al que ya no asusta nada y está medio loco de soledad.” (“El lobo ha muerto”, p. 82).Los cuentos reunidos en El trapecio del destino poseen una estricta unidad caótica, casi novelesca. Hay personajes recurrentes como Sibby, una niña encantadora, “patas de cigüeña y calcetines caídos”, fatalmente enamorada del único ser que no la ama; Tom y Betty, un matrimonio de adolescentes que habita el ojo del huracán de un bosque alucinante; León y Madamaken, una pareja madura que protagoniza situaciones hilarantes, así como equilibristas sonámbulas, peces con características humanas, niñas enamoradas de adultos y hasta la sorpresiva aparición de la Virgen de Guadalupe, “muy milagrosa”, en el cuento “El hombre que vino con la luna”. Más que fantásticos, los cuentos de Unica siguen la lógica de los sueños, no como cuentos detallados sino narrados con cierto metalenguaje onírico, justo en el momento en que dichos sueños transcurren aunque amarrados por una bien disimulada estructura cuentística. El resultado es una maravillosa poesía en estado puro y salvaje: “La libertad, una vez la abrazamos, nos atrapa para siempre, ya no nos suelta. La libertad habita en la soledad, en un mundo sin anclas y sin amarras, en el que nadie nos ayuda ni nos sostiene más que nosotros mismos.” (“El capitán Libertad tenía razón”, p. 52).Cecilia Dreymüller asegura que estos cuentos, seleccionados de entre un centenar que Unica alcanzó a publicar en diversos periódicos, conforman un mosaico autobiográfico. Tom y Betty, por ejemplo, no son sino una versión imberbe de la pareja Bellver-Zürn, que padeció toda clase de carencias. “¿Por qué —piensa Minú—, por qué no hay nada que libere a los artistas de la cruz de la pobreza? ¿Por qué mi marido, que parece un príncipe ha de vegetar como un Francois Villon, agobiado por las deudas como un Balzac y alimentar la inspiración a fuerza de café sin azúcar?” (“Idilio en la rue Mouffetard”, p. 144). De hecho, Ruth Henry, amiga y traductora del francés de Unica, asegura que esta no escribió nada que no hubiera vivido. La autora, a la que le fueron arrebatados los hijos de una unión previa a la de Bellmer, en circunstancias no especificadas por Dreymüller, inició a mediados de la década de los 50 sus continuas entradas y salidas en hospitales psiquiátricos, hasta que el 19 de octubre de 1970, tras regresar a la casa que compartía con el artista, se arrojó por una ventana en un último intento por volar hacia la libertad. Sobre su lápida se lee la siguiente frase tallada por Bellmer: “La seguiré por la eternidad”.


 
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